Lisboa es una ciudad para vivirla. Cada calle, cada rincón... fascina con la sencillez de lo cotidiano y la contundencia de lo eterno. Y no es que lo diga yo. Mira, mira:

JOSÉ CARDOSO PIRÉS: Avanzo. Me he vuelto hacia el sur en plano de formato postal, y tú, Lisboa, con el río al fondo de un azul que aturde. Se diría el Tajo visto desde el palo mayor. Lisboa, vista así de lejos, se levanta como la hermosa visión de un sueño, elevándose hacia el intenso azul del cielo, que el sol aviva. Sólo os proponemos algunas pistas: como buenos viajeros, vosotros mismos debéis hallar vuestros lugares.

PESSOA: Apenas amanece, te me apareces posada sobre el Tajo como una ciudad que navega.
CERVANTES: Aquí el amor y la honestidad se dan las manos y se pasean juntos; la cortesía no deja que se llegue a la arrogancia, y la braveza no consiente que se le acerque la cobardía. Todos sus moradores son corteses, son liberales y son enamorados, porque son discretos. La ciudad es la mayor de Europa, y la de mayores tratos; en ella se descargan las riquezas de Oriente, y desde ella se reparten por el Universo; su puerto es capaz no sólo de naves que se puedan reducir a un número, sino de selvas movibles de árboles que los de las naves forman; la hermosura de las mujeres admira y enamora; la bizarría de los hombres pasma, como ellos dicen; finalmente, ésta es la tierra que da al cielo santo y copiosísimo tributo.

SARAMAGO: Ahora sale, saludó cortésmente y, dando las gracias, salió por la puerta de la Rúa dos Correiros, la que da a la gran babilonia de hierro y cristal que es la Praça da Figuiera, aún agitada, pero nada que se pueda comparar con las horas de la mañana, ruidosas de gritos y pregones hasta el paroxismo. Se respira una atmósfera compuesta de mil olores intensos, a col aplastada y mustia, a excrementos de conejo, a plumas de gallina escaldadas, a sangre, a piel desollada (...) Ricardo Reis da vuelta a la plaza por el sur, entró por la Rúa dos Douradores, casi no llovía ya, por eso puede cerrar el paraguas, mirar hacia arriba y ver los altos frontispicios de color ceniciento o pardo, las filas de ventanas a la misma altura, las de parapeto, las de saliente, con las monótonas canterías prolongándose calle adelante hasta confundirse en delgadas franjas verticales, cada vez más estrechas, pero no tanto como para esconderse en un punto de fuga, porque allá en el fondo, aparentemente cortando el camino, se levanta una casa de la Rua da Conceiçao.
SARAMAGO: Donde acaba el mar y la tierra comienza.

VOLTAIRE: Nada más pisar la ciudad, llorando la muerte de su bienhechor, sienten temblar la tierra bajo sus pies, el mar se alza borboteando en el puerto, y rompe los navíos anclados. Torbellinos de llamas y cenizas cubren las calles y plazas públicas; las casas se derrumban, los tejados son derribados sobre los cimientos, y los cimientos son dispersados: treinta mil habitantes de toda edad y sexo son aplastados bajo las ruinas. El marinero decía silbando y jurando: "Algo habrá que ganar aquí. - ¿Cuál puede ser la razón suficiente de ese fenómeno?, decía Pangloss. - Es el fin del mundo!, exclamaba Cándido.

JOSE MARÍA EÇA DE QUEIROS: Arturo no cabía en sí. ¡Lisboa! ¡Por fin era Lisboa! Había bajado la ventanilla y el aire le parecía lleno de una vida más intensa, impregnado de la profunda respiración de la ciudad, que todavía dormía en la mañana húmeda [...] ¡Con qué deleite pisó por fin las aceras todavía húmedas de los paseos y respiró el frío del invierno, el aire de Lisboa que, después de la pesadilla de las callejuelas de Oliveira, le parecía tener la vitalidad oxigenada en la que dilatan las facultades! Se quedaba boquiabierto ante los escaparates iluminados de las tiendas; se detenía, mirando pasmado la tez pálida de las mujeres que pasaban, se volvía con admiración para seguir con la vista los carruajes con las siluetas de los caballos.

JOSÉ CARDOSO PIRÉS: Avanzo. Me he vuelto hacia el sur en plano de formato postal, y tú, Lisboa, con el río al fondo de un azul que aturde. Se diría el Tajo visto desde el palo mayor. Lisboa, vista así de lejos, se levanta como la hermosa visión de un sueño, elevándose hacia el intenso azul del cielo, que el sol aviva. Sólo os proponemos algunas pistas: como buenos viajeros, vosotros mismos debéis hallar vuestros lugares.

PESSOA: Apenas amanece, te me apareces posada sobre el Tajo como una ciudad que navega.
CERVANTES: Aquí el amor y la honestidad se dan las manos y se pasean juntos; la cortesía no deja que se llegue a la arrogancia, y la braveza no consiente que se le acerque la cobardía. Todos sus moradores son corteses, son liberales y son enamorados, porque son discretos. La ciudad es la mayor de Europa, y la de mayores tratos; en ella se descargan las riquezas de Oriente, y desde ella se reparten por el Universo; su puerto es capaz no sólo de naves que se puedan reducir a un número, sino de selvas movibles de árboles que los de las naves forman; la hermosura de las mujeres admira y enamora; la bizarría de los hombres pasma, como ellos dicen; finalmente, ésta es la tierra que da al cielo santo y copiosísimo tributo.

SARAMAGO: Ahora sale, saludó cortésmente y, dando las gracias, salió por la puerta de la Rúa dos Correiros, la que da a la gran babilonia de hierro y cristal que es la Praça da Figuiera, aún agitada, pero nada que se pueda comparar con las horas de la mañana, ruidosas de gritos y pregones hasta el paroxismo. Se respira una atmósfera compuesta de mil olores intensos, a col aplastada y mustia, a excrementos de conejo, a plumas de gallina escaldadas, a sangre, a piel desollada (...) Ricardo Reis da vuelta a la plaza por el sur, entró por la Rúa dos Douradores, casi no llovía ya, por eso puede cerrar el paraguas, mirar hacia arriba y ver los altos frontispicios de color ceniciento o pardo, las filas de ventanas a la misma altura, las de parapeto, las de saliente, con las monótonas canterías prolongándose calle adelante hasta confundirse en delgadas franjas verticales, cada vez más estrechas, pero no tanto como para esconderse en un punto de fuga, porque allá en el fondo, aparentemente cortando el camino, se levanta una casa de la Rua da Conceiçao.
SARAMAGO: Donde acaba el mar y la tierra comienza.

VOLTAIRE: Nada más pisar la ciudad, llorando la muerte de su bienhechor, sienten temblar la tierra bajo sus pies, el mar se alza borboteando en el puerto, y rompe los navíos anclados. Torbellinos de llamas y cenizas cubren las calles y plazas públicas; las casas se derrumban, los tejados son derribados sobre los cimientos, y los cimientos son dispersados: treinta mil habitantes de toda edad y sexo son aplastados bajo las ruinas. El marinero decía silbando y jurando: "Algo habrá que ganar aquí. - ¿Cuál puede ser la razón suficiente de ese fenómeno?, decía Pangloss. - Es el fin del mundo!, exclamaba Cándido.

JOSE MARÍA EÇA DE QUEIROS: Arturo no cabía en sí. ¡Lisboa! ¡Por fin era Lisboa! Había bajado la ventanilla y el aire le parecía lleno de una vida más intensa, impregnado de la profunda respiración de la ciudad, que todavía dormía en la mañana húmeda [...] ¡Con qué deleite pisó por fin las aceras todavía húmedas de los paseos y respiró el frío del invierno, el aire de Lisboa que, después de la pesadilla de las callejuelas de Oliveira, le parecía tener la vitalidad oxigenada en la que dilatan las facultades! Se quedaba boquiabierto ante los escaparates iluminados de las tiendas; se detenía, mirando pasmado la tez pálida de las mujeres que pasaban, se volvía con admiración para seguir con la vista los carruajes con las siluetas de los caballos.
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