"Los Siete Pilares de la Sabiduría" es el título de un libro de Thomas Edward Lawrence, cinematográficamente conocido como Peter O'Toole. En él relata su experiencia militar y humana durante la guerra de británicos, franceses y árabes contra turcos y alemanes por el estratégico control de Oriente Medio. Uno de los capítulos más interesantes es la conquista de Ákaba (la antigua Ezion Gueber) para lo cual tuvieron que cruzar el desierto de Wadi Rum. Mira (lee) cómo lo cuenta:
"Cabalgábamos en dirección a Rumm, los abrevaderos septentrionales de los Beni Atiyeh, un lugar que excitaba mis pensamientos pues hasta los pocos sentimentales Houeitat me habían dicho que era bello.
Apenas había despuntado el día ya cabalgábamos, entre dos grandes cimas de piedra arenisca, hasta el pie del largo y suave declive que arrancaba de las cúpulas montañosas que emergían frente a nosotros. todo estaba cubierto de tamariscos. Era, decían, el comienzo del valle de Rumm. Miramos hacia la izquierda, en dirección a un largo muro rocoso que se arqueaba como una ola de trescientos metros hacia el centro del valle. El otro arco, a mano derecha, estaba constituido por una línea opuesta de empinadas montañas rojizas. Ascendimos por el declive, abriéndonos paso a través de la quebradiza maleza.
A medida que marchábamos, los arbustos se fueron agrupando en matorrales cuyas hojas adquirían un tinte verde más puro por contraste con las parcelas de arena, de un alegre y delicado color rosa. La pendiente era cada vez más suave, hasta que el valle se convirtió en un confinado corredor. Las sierras a mano derecha se hicieron más altas y pornunciadas, perfecta réplica del otro lado, que se erguía formando una maciza muralla bermeja. Ambos lados se mantenían paralelos, separados sólo por una distancia de cuatro kilómetros, y luego, sobresaliendo gradualmente hasta que sus parapetos quedaban a unos trescientos metros de altura por encima de nosotros, avanzaban por una avenida de muchos kilómetros de longitud.

No eran uniformes muros rocosos, sino que estaban construidos en diferentes secciones, en despeñaderos parecidos a gigantescos edificios, a ambos lados de esta calle. Profundos pasadizos de veinte metros de anchura dividían los despeñaderos, cuyos planos había trabajado el tiempo formando ábsides y entradas, y enriqueciéndo- los con tallas y hueco-relieves. Las cavernas, que se abrían a gran altura sobre el precipicio, eran redondas como ventanas: otras, cerca del pie, se abrían como puertas. Manchas oscuras se desparramaban por la sombreada fachada en una extensión de centenares de metros, como accidentes producidos por el uso. Los riscos estaban estriados verticalmente con su masa de roca granular; generalmente descansaban sobre setenta metros de una piedra más oscura y de contextura más apretada. A diferencia de la piedra arenisca, este plinto no colgaba en pliegues, como una tela, sino que se decantaba en movedizas salientes horizontales que recordaban la base de un muro.
Los riscos terminaban en cúpulas, de un rojo menos ardiente que el resto de la montaña; más bien grises y apagadas. Estas cúpulas daban, a este irresistible lugar, a esta vía religiosa que superaba toda imaginación, la última apariencia de una arquitec- tura bizantina. Los ejércitos árabes se habrían perdido en su amplitud y una escuadrilla de aviones habría podido volar en formación dentro de sus muros. Nuestra pequeña caravana intimidada quedaba envuelta en un silencio mortal, asustada y avergonzada de ostentar su pequeñez en presencia de tan maravillosas sierras

Aquel día cabalgábamos durante muchas horas mientras las perspectivas se hacían, según un plan ordenado, mayores y magníficas, hasta que una brecha abierta súbita- mente en un risco a mano derecha nos brindó una nueva maravilla. Esta abertura, de acaso trescientos metros de ancho, era como una grieta en el muro y conducía a un anfiteatro de forma ovalada y escasa altura en la parte delantera, pero muy elevado a ambos lados. Las paredes eran precipicios, como todos los muros de Rumm, pero parecían aun mayores, pues el foso se encontraba en el corazón mismo de una colina y su pequeñez hacía abrumadoras las alturas circundantes.
Apenas había despuntado el día ya cabalgábamos, entre dos grandes cimas de piedra arenisca, hasta el pie del largo y suave declive que arrancaba de las cúpulas montañosas que emergían frente a nosotros. todo estaba cubierto de tamariscos. Era, decían, el comienzo del valle de Rumm. Miramos hacia la izquierda, en dirección a un largo muro rocoso que se arqueaba como una ola de trescientos metros hacia el centro del valle. El otro arco, a mano derecha, estaba constituido por una línea opuesta de empinadas montañas rojizas. Ascendimos por el declive, abriéndonos paso a través de la quebradiza maleza.
A medida que marchábamos, los arbustos se fueron agrupando en matorrales cuyas hojas adquirían un tinte verde más puro por contraste con las parcelas de arena, de un alegre y delicado color rosa. La pendiente era cada vez más suave, hasta que el valle se convirtió en un confinado corredor. Las sierras a mano derecha se hicieron más altas y pornunciadas, perfecta réplica del otro lado, que se erguía formando una maciza muralla bermeja. Ambos lados se mantenían paralelos, separados sólo por una distancia de cuatro kilómetros, y luego, sobresaliendo gradualmente hasta que sus parapetos quedaban a unos trescientos metros de altura por encima de nosotros, avanzaban por una avenida de muchos kilómetros de longitud.

No eran uniformes muros rocosos, sino que estaban construidos en diferentes secciones, en despeñaderos parecidos a gigantescos edificios, a ambos lados de esta calle. Profundos pasadizos de veinte metros de anchura dividían los despeñaderos, cuyos planos había trabajado el tiempo formando ábsides y entradas, y enriqueciéndo- los con tallas y hueco-relieves. Las cavernas, que se abrían a gran altura sobre el precipicio, eran redondas como ventanas: otras, cerca del pie, se abrían como puertas. Manchas oscuras se desparramaban por la sombreada fachada en una extensión de centenares de metros, como accidentes producidos por el uso. Los riscos estaban estriados verticalmente con su masa de roca granular; generalmente descansaban sobre setenta metros de una piedra más oscura y de contextura más apretada. A diferencia de la piedra arenisca, este plinto no colgaba en pliegues, como una tela, sino que se decantaba en movedizas salientes horizontales que recordaban la base de un muro.
Los riscos terminaban en cúpulas, de un rojo menos ardiente que el resto de la montaña; más bien grises y apagadas. Estas cúpulas daban, a este irresistible lugar, a esta vía religiosa que superaba toda imaginación, la última apariencia de una arquitec- tura bizantina. Los ejércitos árabes se habrían perdido en su amplitud y una escuadrilla de aviones habría podido volar en formación dentro de sus muros. Nuestra pequeña caravana intimidada quedaba envuelta en un silencio mortal, asustada y avergonzada de ostentar su pequeñez en presencia de tan maravillosas sierras

Aquel día cabalgábamos durante muchas horas mientras las perspectivas se hacían, según un plan ordenado, mayores y magníficas, hasta que una brecha abierta súbita- mente en un risco a mano derecha nos brindó una nueva maravilla. Esta abertura, de acaso trescientos metros de ancho, era como una grieta en el muro y conducía a un anfiteatro de forma ovalada y escasa altura en la parte delantera, pero muy elevado a ambos lados. Las paredes eran precipicios, como todos los muros de Rumm, pero parecían aun mayores, pues el foso se encontraba en el corazón mismo de una colina y su pequeñez hacía abrumadoras las alturas circundantes.
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